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dic/2022 |
SOBRE
LA NECESIDAD DE MEDIR LA ELEVACIÓN DE LAS
AGUAS SUBTERRÁNEAS
El profesor D. Enrique Cabrera Marcet, es
Dr. Ingeniero Industrial. Catedrático
Emérito de Mecánica de Fluidos de la UPV |
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El
autor de este “punto de vista”, comenta que
veinte años después son pocos los pozos con
medidores, con algunas excepciones como los
pozos de abastecimientos urbanos. Pasan los
años y nadie se atreve a entrar en uno de
los mayores problemas que la política del
agua tiene pendiente. Aunque sin datos
oficiales, la elevación de estas aguas
consume unos 3000 GWh/año; y si, la
eficiencia media no llega al 50%
(California), la mitad de esa energía se
puede ahorrar lo que, al precio actual del
kWh, supone reducir en 750 millones de euros
anuales los costes de elevación y en otras
tantas toneladas las emisiones, lo que
contribuye a minimizar el impacto ambiental. |
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El Texto
Refundido de la Ley de Aguas (TRLA) del ya
lejano 2001, establece la obligatoriedad de
instalar contadores en todos los pozos para
medir el volumen de agua elevado. El texto
reza “los titulares de las concesiones
administrativas de aguas y todos aquellos
que por cualquier título tengan derecho a su
uso privativo, estarán obligados a instalar
y mantener los correspondientes sistemas de
medición que garanticen información precisa
sobre los caudales de agua en efecto
consumidos o utilizados”. Veinte años
después son pocos los pozos con medidores y,
lo que es peor, los más de los instalados
incumplen, más voluntaria que
involuntariamente, la metrología aplicable
al caso. Los pozos de los abastecimientos
urbanos suelen ser la excepción. En un uso
preferencial nada hay que esconder y,
además, son gestionados por técnicos
obligados a conocer la eficiencia hídrica y
energética de sus sistemas, lo que exige
medir.
El escaso
entusiasmo que suscita medir o, cuando es
inevitable, medir mal, tiene fácil
explicación. El gestor del pozo (legal o
ilegal), desconocedor de las ventajas que la
medición le otorga, rehúye un control que,
piensa, puede impedirle elevar un volumen
superior al autorizado (nulo si es ilegal),
lo que favorece el descontrol. Es éste un
escenario inconveniente, mayormente si el
acuífero está sobreexplotado. El caso de
Ibiza, con sus acuíferos salinizados, es de
libro. Pero claro, como la actividad de
algunos hoteles y urbanizaciones depende de
esa agua, los responsables de ordenar el
desorden se ponen de perfil. El desastre se
completa con el transporte del agua desde
los pozos hasta los puntos de consumo con
camiones cisternas (la ilegalidad del pozo
impide autorizar la instalación de
tuberías). Además de las incomodidades, el
consumo energético es trescientas veces
superior. Contrasta el glamour de la isla
con tamaño despropósito.
Pero los años
pasan y nadie se atreve a meter mano a uno
de los mayores problemas que la política del
agua tiene pendiente. Hay respeto, si no
miedo, a abrir un melón que puede devenir
bomba de relojería. De ello puede dar fe
Cristina Narbona cuando, allá por 2005 y a
la sazón Ministra de Medio Ambiente, decretó
el cierre de 5000 pozos ilegales, los más en
el acuífero 23 de la Mancha Oriental. Ante
las formidables presiones de los
agricultores, reculó. El coste de “tamaña
osadía” lo asumió, con su cese, el Comisario
de la Confederación Hidrográfica del
Guadiana. Desde entonces impera la política
del avestruz, la peor de las estrategias
porque el tiempo agudiza el problema.
California, que ha bebido de este cáliz,
comenzó a moverse en 2015 promulgando la
Sustainable Groundwater Management Act,
experiencia a estudiar a fondo antes de
iniciar tan complejo viaje.
Y en estas se
está cuando llega una formidable crisis
energética que, superpuesta al galopante
cambio climático, hace inevitable mover
ficha. Hay que minimizar los impactos,
energético y ambiental, asociados. El
energético porque, aunque sin datos
oficiales (con tanto pozo ilegal, no puede
haberlos) la elevación de estas aguas
consume unos 3000 GWh/año (entre el 1 y el 2
por cien del gasto total). Y si, como en
California, la eficiencia media no llega al
50%, la mitad de esa energía se puede
ahorrar lo que, al precio actual del kWh y
con el mix energético vigente, supone
reducir en 750 millones de euros anuales los
costes de elevación y en otras tantas
toneladas las emisiones, lo que contribuye a
minimizar el impacto ambiental. También se
minimiza posibilitando que estas aguas estén
listas para desempeñar el papel crucial que,
en periodos secos, deben jugar. La medición,
pues, puede convertir la crisis en
oportunidad.
Porque para
determinar, y después mejorar, la eficiencia
del bombeo y evaluar la salud del acuífero
es necesario conocer volumen y altura de
elevación. Por ello, a la actual
obligatoriedad de medir volúmenes, debiera
añadirse medir la profundidad del acuífero.
Y aún se puede ir más lejos calificando
energéticamente el bombeo y el estado del
acuífero. Una información que, en la época
del agua digital, puede centralizarse. De
este modo, el actual panorama tercermundista
devendría en ejemplo a seguir.
Pero, aprendiendo
de la historia, hay que hacerlo con decisión
y, al tiempo, con tiento. Hay que evitar la
clausura de pozos ilegales por el daño
económico y social que conlleva. La
administración debe, pues, ser, antes que
fría e inquisidora, pedagógica. Debe
explicar que el camino actual, en el medio
largo-plazo, no conduce a ninguna parte,
subrayando al tiempo las ventajas inherentes
a una gestión ordenada. Una pedagogía
esencial porque también será necesario
implantar un impuesto ambiental que grave la
extracción del agua en función del acuífero
(sobreexplotado o no), del uso (agrícola,
urbano o industrial) y de sus circunstancias
(pozo ilegal o legal). Un impuesto
finalista, ampliamente contrastado en otros
países, variable en función del estado del
acuífero y que ayude a racionalizar el uso
del agua.
Es, pues, necesario
complementar el TRLA (con una medición más
completa y con la inclusión de un impuesto
ambiental) e imponer su cumplimiento con
mano de hierro en guante de seda. De este
modo se convertirá en el faro que guie la
gestión de las aguas subterráneas hacia el
orden, hacia la eficiencia energética y
hacia la salud de los acuíferos, objetivos
esenciales para salvaguardar el interés
general y el de las generaciones futuras. |
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